OCTAVO
MANDAMIENTO
EL OCTAVO MANDAMIENTO DE LA LEY DE
DIOS ES:
NO DIRAS FALSO TESTIMONIO NI
MENTIRAS.
Este mandamiento manda no mentir, ni contar los defectos del prójimo
sin necesidad, ni calumniarlo, ni pensar mal de él sin fundamento, ni descubrir
secretos sin razón suficiente que lo justifique.
Este mandamiento prohíbe manifestar cosas ocultas que sabemos bajo
secreto. Hay cosas que caen bajo secreto natural. No se puede revelar, sin
causa grave, algo de lo que tenemos conocimiento, que se refiere a la vida de
otra persona, y cuya revelación le causaría un daño. Esta obligación subsiste
aunque no se trate de un secreto confiado, y aunque no se haya prometido
guardarlo.
Para que sea un secreto legítimo no es necesario que se refiera a
materias graves: secretos de Estado, secreto profesional, etc. Aunque el nombre
de secreto no sea el más adecuado, cae también en este ámbito la legítima
reserva que toda persona guarda sobre su vida privada y familiar. En la mayoría
de los casos se trata de cosas conocidas en el círculo de los amigos, es decir,
más que de ocultar algo se trata de no darle una publicidad innecesaria.
Es lícito revelar un secreto (aun el confiado) para evitar un daño muy
grave al que lo posee, o al que lo confió, o a tercera persona inocente
injustamente perjudicada por el que confió el secreto, o por necesidad del bien
común. Pero lo que el sacerdote sabe bajo secreto de confesión no lo puede
revelar por nada del mundo, ni para salvar su vida, ni para evitar una guerra
mundial (ver nº 90 ).
Leer cartas no dirigidas a nosotros puede ser pecado grave(878).
Nos exponemos a enterarnos de cosas graves que no tenemos derecho a
conocer; a no ser que se suponga permiso del remitente o del destinatario. Pero
es lícito a los padres leer las cartas de los hijos que aún están bajo su
potestad, aunque no deberían hacerlo sin causa justificada. Lo mejor es que los
hijos espontáneamente se las lean cuando parezca conveniente.
También pueden los Superiores leer las cartas de sus súbditos cuando
sospechan fundadamente que en ellas se contiene algo malo, o si la Regla les
concede este derecho. Se exceptúan, sin embargo, las cartas dirigidas a los
Superiores Mayores, y las destinadas a los confesores, que nunca deben ser
leídas por nadie que no sea el destinatario.
Murmurar es difundir defectos del prójimo en su ausencia.
En materia de murmuración es posible llegar a pecado grave si se quita
la fama, aunque las cosas que se dicen sean verdaderas, si son graves y no son
públicas; a no ser que haya causa que lo justifique, como sería evitar un daño.
Además, muchas veces, después, no se puede restituir bien la fama que se ha
quitado. Pasa como cuando se derrama un cubo de agua, que nunca se puede
recoger de nuevo todo el agua.
Quien con sus preguntas, interés, etc., induce eficazmente a otro para
que difame injustamente al prójimo, peca, grave o levemente, contra la
justicia, según la gravedad de lo que se diga.
Quien al oírlo se alegra, peca contra la caridad. Quien pudiendo
impedirlo, no lo hace, peca si es un superior: por ejemplo, el padre en la
familia. Un igual generalmente no tiene obligación de impedirlo, al menos
obligación de pecado grave. Y si prevé que su intervención sólo ha de servir
para empeorar la cosa, es mejor no decir nada; pero desde luego, tampoco puede
dar muestras de aprobación a la falta. Se puede mostrar desagrado guardando
silencio, no prestando atención, e incluso defendiendo o excusando al prójimo,
si esto no es contraproducente. Hay personas que tienen el mal gusto de estar
siempre revolviendo los defectos de los demás: se parecen a los escarabajos
peloteros. En cambio, en una ocasión oí este elogio de cierta persona: «Siempre
habla bien de todo el mundo». Verdad que esto segundo es mucho más bonito?
Siempre que puedas, elogia lo digno de elogio. A todo el mundo le
gusta verse estimado. Y, además, todos tienen derecho a que se les reconozcan
sus méritos.
Los responsables de los medios de comunicación social tienen
obligación de servir a la verdad y de no ofender a la caridad.
No deberíamos hablar mal de nadie. A no ser con causa justificada,
como sería al aconsejar a otro, prevenirle, etc. No es falta de caridad atacar
al lobo, sino caridad con las ovejas.
Hay que saber ver el lado bueno de las cosas. Ante media botella, uno
se entristece porque está medio vacía; pero otro se alegra porque todavía le
queda media botella.
Una persona a quien estaban criticando de otra pidió una hoja de papel
y en el centro puso un punto.
Entonces preguntó a la criticona:
- Tú qué ves aquí?
- Un punto negro.
- Pues yo veo una hoja blanca.
Eso de «piensa mal y acertarás», aunque a veces dé resultado, es muy
poco cristiano. Es mil veces mejor esto otro: «piensa bien de todos mientras no
tengas razones claras que justifiquen el pensar mal».
Aparte de que la experiencia nos enseña que el hombre más mentiroso
dice mayor número de verdades que de mentiras, y que el más malvado hace muchas
más acciones buenas o indiferentes que malas. Por eso dijo Jesucristo: «No
juzguéis y no seréis juzgados»(879).
Se trata naturalmente de un juicio ligero. No se han de juzgar sin
motivo desfavorablemente las acciones de los demás o las intenciones de ellas.
Es muy difícil juzgar con justicia a los demás. Las apariencias, a
veces, engañan. La verdad queda oculta en el corazón. Y sólo Dios conoce el
corazón de los hombres.
Algunas personas necesitan estar siempre en el candelero. Que todos
las miren y admiren. Como los Gigantes y Cabezudos en algunas procesiones: se
buscan un armatoste para sobresalir y ser mirados por todos. Aunque este muñeco
sea de cartón-piedra y por dentro esté vacío. Pero ellos quieren sobresalir,
aparecer grandes, mayores que los demás. Por eso se meten dentro de esos
gigantes de feria. Y si no encuentran el muñeco que les aúpe, se ponen una gran
cabeza de cartón como los cabezudos: critican todo y a todos; porque sólo ellos
tienen siempre la verdad en todo. Los demás son ignorantes, ingenuos o
malvados. Todos riegan fuera del tiesto. Los únicos que saben lo que hay que
hacer para acertar son ellos. Lo malo es que hay una gran desproporción entre
su cabezota de cartón y su corazón, que, quizás, tiene también mucho de cartón.
70,5. La calumnia es quitar la fama al prójimo atribuyéndole pecados o
defectos que no tiene, o faltas que no ha cometido.
Hay obligación de restituir la fama o la honra que se ha quitado, y
reparar los daños que se hayan seguido, si han sido previstos, al menos, en
confuso.
La calumnia será grave o leve según que la materia de la calumnia sea
grave o leve. Pero advierten los moralistas que en esto es muy fácil llegar a
la gravedad, por lo mucho que el hombre estima su propia fama. Todo el mundo da
más valor a su propia honra que a un puñado de monedas.
Puedes restituir la fama hablando bien de la persona de quien antes
hablaste mal, alabándola en otras cosas -si lo que dijiste era verdadero-, o
diciendo que te has enterado de que aquello que contaste no es verdad -si lo
que dijiste fue falso-. A no ser que parezca más prudente dejar ya todo en el
olvido.
La mentira debe evitarse porque es pecado. Pero generalmente es pecado
venial. La mentira será grave si hace daño grave a otros.
La mentira debe evitarse, además, por el daño que nos hace a nosotros
mismos. Al embustero nadie le cree, aunque diga la verdad.
La confianza entre las personas es un gran valor. Sólo puede haber
confianza cuando reina la verdad.
La mentira perturba el orden social y la pacífica convivencia entre
los hombres. Sin la mutua confianza, fundada en la verdad, no es posible la
sociedad humana. Todos los hombres sentimos gran atracción por la verdad, aunque
a veces nos cuesta vivir siendo fieles a la verdad.
Una cosa es mentir y otra ocultar la verdad. Nunca se puede mentir.
Pero, a veces, hay que ocultar la verdad. Por ejemplo, si a un abogado
le preguntan sobre asuntos secretos que no puede descubrir. Esta manera de
ocultar la verdad se llama restricción mental .
Se dice que una persona habla con restricción mental, cuando da a sus
palabras un sentido distinto del que naturalmente tienen.
A veces hay obligación de ocultar la verdad (sacerdotes, médicos), y
otras no hay obligación de decirla: por ejemplo, a quien hace preguntas
indiscretas. «Mentir es negar la verdad a quien tiene derecho de saberla»(880).
Nadie está obligado a revelar una verdad a quien no tiene derecho de
conocerla.
En filosofía cristiana son posibles y aceptadas dos nociones de
mentira: la de la negación de la verdad, sin más; y la de la negación de la
verdad al que tiene derecho de saberla. Tanto una como otra definición se
apoyan en los mismos datos ontológico-morales. La primera admite las
restricciones mentales. En el segundo caso, cuando uno pregunta sin derecho, se
le puede contestar cualquier cosa; pues a su indiscreción, en preguntar lo que
no debe, se le puede oponer nuestra discreción en no responderle. De suyo el
interlocutor tiene derecho a la verdad. Es la base de las relaciones humanas.
Pero hay casos en los que hay que ocultar la verdad a quien no tiene derecho de
saberla.
Entre los bienes que posee el hombre se encuentra la capacidad de
expresar y comunicar los pensamientos y afectos mediante la palabra... El buen
empleo de la palabra es para todos un deber de justicia. Sin este recto empleo
no sería posible convivir... La maldad de la falta de veracidad es algo
patente: incluso los que mienten ven mal que se utilice contra ellos la
mentira... El prójimo tiene derecho a que hablemos con verdad, pero no tiene
derecho -salvo en casos excepcionales- a que revelemos lo que puede ser materia
de legítima reserva... La ocultación de la verdad es lícita cuando existe causa
proporcionada.
Conviene, finalmente, advertir que no es pecado ninguno la mentira
jocosa, que ni beneficia ni perjudica a nadie, que se dice para divertir, que
todos pueden caer en la cuenta de que la cosa no fue así, sino que se trata de
una broma que se aclara después. Por ejemplo, las inocentadas del 28 de
diciembre, que todo el mundo sabe que se trata de una broma.
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